Un sábado cualquiera a las 6 am.

Torpemente salí de casa. Como siempre, iba apurada. Aunque, confieso, que esta vez más de lo habitual.
Tendría un largo viaje y el tiempo escaseaba.
Subí a aquél colectivo, lleno de gente aburrida y deprimida, con miradas perdidas que con suerte algún día podrían reencontrar. El olor era nauseabundo. No había mucho más para esperar de una calurosa tarde de verano. Verano en el cuál mi vida cambiaría.
Leí, habré leído más de una hora. Pero ahí estaba yo, color naranja, con mi librito y mi música, felíz de estar viajando. Rodeada de gente gris. Gris gris gris, con piedritas en vez de almas y caras tristes sin rastro alguno de amor.
Cuando bajé del colectivo, tuve que caminar tres cuadras. Sí, se hicieron eternas, pero agradezco. Necesitaba fumar un cigarrillo en paz, antes de entrar al grisáceo subte.
Llegué a la estación, comprobé que estuviese bien y saqué mi boleto. No acostumbraba a hacer viajes así, pero esta era una excepción (muy linda, por cierto). Viajé sentada, no había mucha gente. Un hombre pedía monedas, yo no tenía, así que no le pude dar algunas. Me quedé pensando en cuánta gente no habría tenido monedas ese día para darle a el pobre señor, que vivía de monedas. Vivía de monedas.
Bajé de la línea B. Caminé por esos túneles del subte que tan bien me hacían sentir. Caminaba con mi música y nada más que mi música. La gente me pasaba por al lado pero yo no le prestaba atención a nadie. Era sólo yo, por una vez en mi vida.
Al llegar al andén de la línea E, me senté en un banco. Habría demora, así que iba a tener que esperar algo así como media hora. Perfecto. Mi tardanza se iba a extender, y no quería perderme el encuentro, así que avisé que llegaría más tarde y que por favor, me esperase. Me dijo que sí, que no había problema. Él también llegaría más tarde, así que corté mi celular y esperé.
Prendí un cigarrillo. No sabía si se podía fumar o no, pero yo estaba nerviosa y era necesario. Comía caramelos, así que cuando se me juntaron cuatro o cinco envoltorios, me levanté de mi asiento a tirarlos al tacho de basura. Al levantar la vista lo ví. Iba con su camisa cuadrillé y sus pantalones negros. Algo en él me llamó la atención. Me quedé mirándolo, sin darme cuenta.
Después de cinco minutos me dí cuenta que me estaba mirando, pero él también me había observado esos cinco minutos.
Seguí en lo mío, ya que un encuentro casual son cosas que pasan muy pocas veces y era obvio que a mí no me iba a pasar.
Finalmente, llegó el subte y subí. Y él también. Se sentó enfrente mío y en ese viaje de seis estaciones, no nos paramos de mirar.
Ambos bajamos en la misma estación. Me empezó a dar un poco de pánico porque caminábamos por la misma calle, sólo que él caminaba una cuadra más atrás.
Llegué hasta el café en donde me encontraría con Pedro. No estaba, así que me senté en una mesa y pedí un cortado.
Dos minutos después llegó. Y era él, el chico del andén, el chico de la estación, de la calle, del café.
Se sentó en mi mesa y no dijimos nada, sólo nos miramos, con la misma pasión como con la que se miran dos enamorados.
Pagué el cortado que todavía no había tomado, y nos fuimos.

@Paula Lucido.