Aproximadamente setecientos sesenta días antes del considerado, alguna dirección extraña había dado lugar al conocimiento de aquella joven figura de diferente estructura cromosómica e igual origen primitivo; descubriendo, poco a poco, la sorpresiva e increíble cantidad de puntos a favor y en común entre ambos emisores y receptores.
Desde un principio, todo estímulo resultó ser visual, entre imágenes y mensajes escritos y cortos, postales. Fueron tantas que resulta casi imposible contarlas, o, al menos, imaginar el número. Al tiempo, la comunicación y el descubrimiento de personalidades ajenas desembocó en el consecuente desuso de las postales, las cuales fueron progresivamente perdiendo frecuencia, para ir cediendo su lugar a cartas de una longitud mayor, junto con los diálogos sintéticos y las palabras a través de tubos.
La moderna diligencia con forma de tina gigante techada rápidamente consiguió alcanzarme a la ciudad del sinfín de caminos y casas de puertas altas y techos de aproximados tres metros, y era algo fascinante perderse entre los recovecos de la ciudad, pues en todo espacio había algo digno de observar y contemplar, sin dejar de lado la gran atracción que en mí producían esas casas tan abundantes en cantidad, colores y formas.
Una duda asaltó mi entendimiento, y me obligó a meter mis dedos sin cobertura dentro de uno de mis bolsillos para observar la hora en aquel reloj a cuerda, acto tras el cual siempre sigo sospechando que mis cejas se vieron arqueadas y mis ojos más abiertos que lo normal. Automáticamente comencé a cruzar las calles y a andar veredas, virando allí donde debiera, con la idea siempre fija de encontrar la verdad y comprobar que aquel individuo no era un sueño ni un deseo inconsciente.
Estaba en el lugar. De nuevo me asaltó la duda, pero fue refutada por mis ojos: no sólo estaba en el lugar indicado sino que la hora también lo era.
Pese a estas premisas verdaderas, la conclusión no reflejaba la veracidad o siquiera la concresión del momento anhelado. Sin permitirme frustrarme a mí mismo, decidí descansar los pies un rato, sentándome en un pequeño escalón y eslabón de la cadena de escaleras del supuesto testigo del encuentro; y, a su vez, decidí despejarme de la ansiedad de la espera no deseada leyendo algunas de las postales que portaba en mi morral.
"Creo que sos un sueño por el hecho de que no nos vemos, pero sé que sos real y que ya me vas a venir a buscar" ¿Sería posible? ¿Sería mi persona tan sólo un conjunto de deseos de una mente ajena a la mía? ¿Sería mi totalidad tan sólo producto de una imaginación tan poderosa como para poder generarme?
- No llores que me duele.
- Nunca vi tan acertado el llanto.
- No sé si te amaría igual si estuvieses acá.
- Tampoco lo sé, pero no importa.
- Sos increíble, no sabés lo valioso que sos para mí.
- Te amo y no me canso de decirlo, porque lo siento, no lo pienso.
- Te amo y me encanta hacerlo.
- No sabés lo que producís en mí, no imaginas lo feliz que me haces sentir.
- Vamos a ser felices y comer perdices. Realmente me volás la cabeza.
- Tantas cosas me recuerdan a vos que pierdo la cuenta. No pasa un día sin que piense en vos.
Carne y piel de gallina, escalofríos; manos temblorosas hacían vibrar las hojas que encerraban las yemas de mis dedos mientras mis ojos recorrían los renglones de ese dialecto silencioso.
No sabía cómo era posible, pero estaba percibiendo el sabor dulce más perfecto de todos, y lo único que pude hacer al sentirlo fue levantar la cabeza y la mirada al tiempo que la luz solar que no provenía del sol encandilaba mis ojos y mi pensamientos.
Muchos afirman como imposible el dejar la mente en blanco, pero fue lo que justamente sucedió en ése momento, luego de haber cubierto mis ojos con una mano para poder ver, poco antes de dejar caer las postales como gotas de agua desprendiéndose de una nube.
¿Estaba en el cielo? Seguramente no.
¿Estaba en un sueño? Pellizqué mi piel para descubrir lo contrario.
Definitivamente estaba sintiendo algo indescriptible, sentía que permanecía con los pies sobre la tierra, inmóvil, y que el suelo me tragaba con una tibieza y seguridad uteral. Sentía que volaba sin moverme, que tenía alas invisibles, y viento a favor soplando la vela del barco de mi mente, cuerpo y alma.
La espera se había reducido a polvo como consecuencia de la combustión química que mi cerebro no advertía, y la sangre que brotaba de mis ojos los hacía brillar como si reflejasen esa refulgencia, aunque sólo manifestaban el brillo de la combustión y reacciones químicas de mi interior.
Nunca había sentido algo así, nunca había llorado de felicidad, pero era inevitable; era el llanto, el brillo, la aceleración y todo a lo que dieron lugar consecuencias de la realidad.
El sueño era real, el sueño es real.