- Ricky Starks -no solía dejar que nadie supiera cuánto prefería el sonido afable y amistoso de la abreviación informal al más sonoro
Frederick- era un hombre rutinario y ordenado. Su minuciosidad y formalidad rozaban sin duda la obsesión; creía que imponer tanta disciplina a su vida cotidiana era la única forma segura de intentar interpretar el desconcierto y el caos que sus pacientes le acercaban a diario. No era espectacular físicamente: no llegaba al metro ochenta, con un cuerpo delgado y ascético al que contribuía una caminata diaria a la hora del almuerzo y una negativa férrea a darse el gusto de tomar los dulces y los helados que en secreto le encantaban.
Llevaba gafas, algo habitual en un hombre de su edad, aunque se enorgullecía de que su graduación siguiera siendo mínima. También se sentía orgulloso de que el cabello, aunque menos abundante, todavía le cubriese la cabeza como trigo en una pradera. Ya no fumaba, tomaba sólo un ocasional vaso de vino alguna que otra noche para conciliar mejor el sueño. Era un hombre
acostumbrado a su soledad, y no lo desanimaba comer solo en un restaurante ni ir a un espectáculo en Brodway o al cine sin companía. Consideraba que tanto su cuerpo como su mente estaban en excelentes condiciones. La mayor parte de los días se sentía mucho más jóven de lo que era. Pero no se le escapaba que el año que acababa de empezar era el mismo que su padre no había logrado superar, y a pesar de la falta de lógica de esta observación pensaba que él tampoco sobreviviría a los cincuenta y tres, como si tal cosa fuera injusta o, de algún modo inadecuada.